12. Analfabetas
Este dato no deja de asombrarme: aunque la invención de la escritura y la lectura tuvo lugar hace aproximadamente 5 mil años, a principios de la década de 1950 más de la mitad de la humanidad todavía era analfabeta. Dicho de manera más personal: a la cultura escrita le tomó más de 30 siglos hacer el viaje desde Mesopotamia hasta, digamos, la zona central de Colombia donde nació mi abuela materna en 1925. Y cuando llegó allí —cuando mi abuela se enseñó a sí misma a leer y escribir—, llegó de manera muy precaria: ella aprendió a descifrar los garabatos del doctor, a reconocer una dirección, a anotar un teléfono o recitar lentamente los titulares del periódico. ¿Leer un libro? ¿Llevar un diario? Esas prácticas estuvieron siempre fuera de su alcance.
En la actualidad alrededor del 13% de la población mundial es analfabeta. Las consecuencias de este hecho, que hace algunas décadas parecían obvias y alarmantes, ahora son menos claras. ¿Qué puede significar no saber escribir en una sociedad que, gracias al desarrollo de inteligencias estilo ChatGPT, cada vez escribirá menos (aunque quizás produzca más escritura)? Entre los muchos posibles futuros que nos esperan, hay uno en el que el acto de escribir será innecesario, y sólo una minoría (probablemente hecha de poetas, filósofos y criaturas similares) se ocupará de preservarlo. Algunos, los más descabellados, insistirán en hacerlo con un lápiz en la mano. En ese mundo en el que “otro” escribe por nosotros es probable, supongo, que tampoco sea necesario leer. Y no me refiero a leer El Quijote, sino a leer correos electrónicos, instrucciones, facturas, noticias, tarjetas de navidad.
Olvidar la lectura y la escritura quizás signifique, no sé, regresar a la infancia, a los días en que alguien leía por nosotros a la hora dormir (si en efecto alguien nos leía a la hora de dormir). Quizás vayamos por ahí diciendo: “Shakira, léeme las Crónicas del desamor”, “Madonna, léeme El inmortal”. Mi papá, que nunca me leyó historias, ahora podría hacerlo, sin cansarse, noche tras noche, a pesar de ya no estar aquí. Y quizás ése sea sólo el principio. Quizás cuando las inteligencias artificiales nos libren de las fatigas de la palabra escrita podremos por fin aspirar a la felicidad. Quizás sólo baste con que “alguien” escriba todos nuestros emails para al menos sentirla más cerca, o para simplemente tener más tiempo para buscarla… Aunque quizás ocurra lo contrario. Quizás la felicidad esté más lejos porque se nos ocurrirá dictar más y más emails. Y en las noches, cuando queramos que alguien nos lea, lo hará una voz familiar que, sin embargo, no vendrá de un cuerpo vivo sino de un algoritmo, de una acumulación de datos incapaz de quedarse en silencio viéndonos dormir. O quizás la felicidad sea lo de menos. Hace unos días, en el YouTube de mi casa, escuché esto en una canción de Rosalía que me recomendó un estudiante: “I don't need honesty, baby, lie like you love me, lie like you love me”. Y bueno, quizás de eso se trata. Quizás la cultura escrita nos mantiene atados a la verdad y la mentira, y ¿ya no las necesitamos?
Yo, como ven, no me decido. A veces imagino que la canción de Rosalía será el himno de un mundo en que, dichosos, cantaremos a todo pulmón (artificial) para celebrar el amor de nuestras máquinas. Otras veces imagino que las palabras que vienen de cuerpos vivos seguirán sosteniendo la vida. Y nunca como en esos días resulta tan obvio que es alegría lo que parece contrariedad, que en todo lamento habita imperturbable la esperanza, como demostró hace tiempo el peruano César Vallejo:
¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra! […]
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da…!
[…]
Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena..
Entonces… ¡Claro!… Entonces… ¡ni palabra!
Agota Kristof
Aunque de pronto el analfabetismo sea más bien una condición o incluso una forma de conocimiento. Las criaturas que usamos palabras para comunicarnos tarde o temprano descubrimos que no hay lengua, ni siquiera la que reclamamos como propia, que sea de verdad nuestra. Como el mar, la lengua siempre nos excede, nos desborda, nos revuelca. Tal vez ser analfabeta signifique saber que en las aguas del lenguaje todos, incluso los más hábiles nadadores, no hacen más que chapucear.
Algo así pensaba mientras leía La analfabeta (2004), la brevísima autobiografía de Agota Kristof, una escritora húngara que tuvo que abandonar su país y su lengua a los 21 años. En Suiza, la nación que la acogió, Kristof trabajó varios años en una fábrica; allí armaba relojes mientras aprendía francés, el idioma con el que batalló el resto de su vida y que escogió para escribir sus libros. No se arrepentirán de leerla, digo yo. Sus frases cortas, despojadas de cualquier artificio, asombran por su honestidad, es decir, porque uno las siente venir de un cuerpo que se jugó su cerebro y sus tripas y sus nervios arriesgándose a escribir. Así empieza:
Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que cae en mis manos, bajo los ojos; diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa. Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar.
Roald Dahl
Las últimas semanas en casa hemos estado leyendo Matilda, una de las más conocidas novelas de un autor que escribió muchos libros famosos (Charlie and the Chocolate Factory, The BFG, James and the Giant Peach, The Witches, Fantastic Mr. Fox, entre otros). Mientras leíamos su historia me preguntaba si estos personajes que leen vorazmente desde su infancia, como Matilda o Bastián en La historia interminable, no están acaso en vía de extinción. Seguirán apareciendo en nuestras historias, claro, pero serán como los elefantes y los tigres y las ballenas que pueblan los libros infantiles. El animal libre, el salvaje, el que vive su vida sin nosotros, es cada vez más un producto de nuestra imaginación. ¿Hoy dónde se encuentran los lectores “salvajes” como Matilda? ¿Quién los cuida? Paradójicamente, el director de escuela a lo Trunchbull, la temible enemiga de Matilde que imagina que la escuela perfecta sería una escuela sin niños, se encuentra en muchas partes.
En mi casa se ha leído el libro en la noche y después del desayuno; lo hemos hecho por nuestra cuenta y acompañados; en orden y saltándonos páginas… todos, creo, nos hemos divertido. Yo, por ejemplo, me divertí mucho con la forma de hablar de la Trunchbull, una sátira genial del lenguaje del odio. Aquí va un diálogo entre Matilda y su papá:
“Daddy,” she said, “do you think you could buy me a book?”
“A book?” he said. “What d’you want a flaming book for?”
“To read, Daddy.”
“What’s wrong with the telly, for heaven’s sake? We’ve got a lovely telly with a twelve-inch screen and now you come asking for a book! You’re getting spoil, my girl!
Diálogo
Papá: Hija, alguien me dijo que tú y yo somos idénticos. ¿Tú que piensas?
Hija: Que síííí (emocionada).
Papá: ¿En serio?
Hija: Sííí. ¡Mira mi mano! También tiene cinco dedos.
ABC…
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