El semestre pasado dicté un curso sobre la lectura que revivió en mí una vieja obsesión: tratar de averiguar el momento exacto en que empezó mi fascinación por las palabras. Se trata de una manía peculiar e inofensiva, como querer saber de qué tierra vino el primer alimento que probé o cuál fue el primer animal que vi o cuál mi primera mentira. Este verano, de tanto escarbar en la memoria, logré acrecentar mi pequeña colección de recuerdos con nuevas memorias de ese primer día, del posible principio del principio. Estas son, hasta hoy, mis nuevas favoritas:
Recuerdo 1. Tengo 5 o 6 años. Mi papá está de pie, muy alto, con los brazos cruzados mientras a su alrededor una multitud canta “cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán, cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán”. Ignorado por todos, yo miro la bóveda de la iglesia tratando de entender cómo un puñado de palabras puede durar más que la tierra con todos sus gusanos y plantas y edificios y ríos y más que el cielo con sus nubes y pájaros y el azul que no termina. Por muchos años eso fue la misa del domingo: la misma canción, la misma idea.
Recuerdo 2. Dice mi mamá que la primera canción que aprendí de memoria fue ésta de Dyango, pero lo que yo recuerdo es otra cosa: en la silla de un bus, muy cerca al chofer, estoy maravillado con la canción de Nino Bravo que suena en la radio, la que lo hizo famoso en América Latina. Ni pitos ni llantas ni monedas ni frenos; en medio del ruido y el polvo, lo único que escucho es el fulgor de las palabras (escúchenlas todas):
Lo que más me gusta de estos recuerdos es el contexto en que ocurren: en medio de otras personas. Uno a menudo se olvida de que, en el fondo, el más privado de los recuerdos es también una creación colectiva. Alguien tuvo que ponerme en esas sillas; alguien en ese bus tuvo que emocionarse cantando “América”; alguien tuvo que pasarme la sensación, mientras colgaba de la barra o miraba absorto por la ventana, de que en efecto había un lugar “para los dos en esta nueva tierra”. Sólo después se me pudo ocurrir que eso era mío.
Las burbujas, el amor
El primer disco que recuerdo haberle pedido a mi mamá fue Bachata rosa (1990). Aunque del músico en la carátula ignoraba prácticamente todo (ignoraba, por ejemplo, que había estudiado jazz en el conservatorio de Berklee y que había cursado varios semestres de literatura en República Dominicana), me sabía de memoria “Búrbujas de amor” y “La bilirrubina” y “Bachata rosa”, las canciones que más sonaban en todos los buses, incluido el del colegio.
Mi fascinación con ese disco era puramente verbal. Entonces yo tenía 7 años, no sabía bailar y tampoco me interesaba tener novia. Me intrigaba, sin embargo, que uno pudiera “tostarse en las mejillas” de otro o “ahogarse en los mares de una partida” o ser “un eclipse de mar”; el tiempo, y las risitas de los adultos, me hicieron poner en duda mi comprensión de palabras tan sencillas como “burbujas” o “abeja” o “panal”; “bilirrubina”, en cambio, tenía que ser un término inventado, un acerijo, una improvisación enigmática como eso del “letargo de azul”.
Por todo esto, a modo de homenaje, hace poco escuchamos con atención el album completo de Bachata rosa mientras preparábamos el desayuno (según yo el momento más apto para el merengue en mi casa). Para quienes no crecimos entre libros, la música del bus (o la de la cocina o la sala de espera) ejerció una función pedagógica. En esas escuelas alternativas se formó, para bien o para mal, esa parte de nuestra sensibilidad que antecede a toda pasión o saber. No se trata de que Bachata rosa me guste. Lo que me inspira Juan Luis Guerra, y en general toda la música popular de mi infancia, es reverencia. Es decir, sé que ahí descubrí algo importante, aunque no sabría decir exactamente qué…
Marina Colasanti
Ahora, para quien sí creció entre libros y lectores, su día primero seguramente ocurrió con cuentos de fantasía o de hadas a lo hermanos Grimm, Charles Perrault, Lewis Carroll, J. M. Barrie o Hans Christian Andersen. En América Latina, la escritora que quizás ha dialogado más intensamente con ese legado es la brasileña Marina Colasanti. Algunos de sus cuentos introducen elementos nuevos o inesperados en lo que, a primera vista, parece un paisaje conocido (reinas, castillos, bosques, hechizos); otros restituyen elementos que la tradición ha olvidado o escondido, como la crueldad, el absurdo, el fracaso… a veces, digamos, el príncipe no logra despertar a la bella durmiente. Aquí puedes leer una versión en línea de uno de sus libros más conocidos. Aquí puedes leer una de sus muchas reflexiones sobre los cuentos de hadas.
La más hermosa
Reina malvada:
Espejo:
Reina malvada:
¿Y tu día primero?
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Aceptando la invitación les compartiré de donde surgió mi fascinación por el montañismo. Todo empezo en los 80s cuando estando en el colegio con los amigos a alguien se le ocurrió que fueramos de pesca a la laguna del Otun en el parque de los nevados.
Organizamos todo, yo le tome prestado a mi hermano morral y artículos de camping que él utilizaba siendo voluntario de la cruz roja; como no tenía indumentaria adecuada se me ocurrió que necesitaba botas para el terreno a enfrentar, asi que me chante lo más cercano que tenia que eran unas botas tejanas de cuero, sin saber que horas mas tarde me iba a arrepentir como un condenado a muerte de tan desdichada decisión.
Nos embutimos en la chiva que de Ibagué nos llevaría hasta el silencioso, donde nos bajamos y caminamos casi 2 hrs hasta llegar a las termales del Rancho.
Allí nos encontramos con dos conocidos quienes al ver nuestro paseo y preguntarnos para donde íbamos, se rieron y sorprendieron al saber que pretendíamos llegar al parque de los nevados, eso queda a mas de 8 hrs de camino dijo uno de ellos, con indignación miramos a nuestro compañero y guía quien había asegurado que eran si mucho 2 hrs; entonces nos enteramos que el nunca había ido y estabamos metidos en una verdadera aventura.
Si quieren caminen con nosotros pal nevado nos dijeron los amigos, quienes resultaron ser montañistas experimentados; rápidamente cambiamos nuestro plan, nuestros amigos nos ayudaron a alivianar nuestro equipaje pues casi todo lo que llevabamos no servia para el nuevo itinerario (tampoco para el itinerario inicial pero no lo sabíamos).
Así empezo la travesía, la primera hora de ascenso agotaria la mayoría de nuestras fuerzas; el acuerdo era una hora de camino y 10 min de descanso. Para la tercera hora llegamos a una cascada espectacular que refrescó nuestra sed y nuestra alma. En vista de lo lenta que iba nuestra cordada, los montañistas nos dijeron que se iban a adelantar, que siguieramos el camino a nuestro ritmo, que no habría pierde, nos esperarian al final con el campamento armado.
Y ahí empezo nuestro suplicio, cada vez con menos energía creo que empezamos a descansar mas y caminar menos, las horas pasaban y no llegabamos al final del trayecto, terminando el dia llegamos hasta un sitio completamente enmontado donde se nos perdió el camino; no teníamos otra opción que acampar allí, donde nos cogio la noche, sin poder extender bien la carpa pues la manigua no lo permitia, comimos lo que pudimos, nos metimos dentro unos encima de los otros, a lamentarnos, tratar de calentarnos, alguno lanzo un suspiro y dijo “bien decia mi mama que no debia venir”, esa noche la verdad creiamos que podríamos morir.
Apenas amaneció sin dormir, hambrientos, con frío y sed desarmamos campamento y bajamos tan rápido como pudimos al Rancho. Llegamos como si saliera uno de muchos días de estar perdidos en la jungla, felices de volver a la civilización, mi pierna derecha por algún golpe que me di llego completamente paralizada, mis pies llenos de ampollas por las incómodas botas tejanas.
En el Rancho se apiadaron de nosotros, nos alimentaron con aguapanela y queso, nos dejaron quedar en nuestros sleepings en el corredor de la cabaña.
Recuerdo que nos metimos en el agua termal, agua bendita salida de las entrañas de la misma montaña que horas antes tal vez quizo matarnos, ahora curaba nuestras heridas. Recuerdo estar hasta que las estrellas salieron sumergido en esas tibias aguas disfrutando de una experiencia cósmica indescriptible, extasiado con la belleza natural que nos rodeaba.
Y así nació mi entusiasmo por la montaña, al regresar a Ibagué me propuse volver a conquistarla, entrene y me prepare lo mejor que pude; y algunos meses después volví a ella, repasé nuestros pasos, llegué hasta donde creimos morir y volver a nacer, pase de largo, llegue al páramo, dormí allí y al siguiente dia conquiste la cumbre del Nevado del Tolima con uno de los montañistas que nos guiaron la primera vez, y quien después se volvió uno de mis compañeros de escalada de muchos otros viajes y aventuras.